18 mayo, 2006

“Música para la digestión”



Tomás era uno de esos muchachos introvertidos, pálido como una hoja de papel, escuálido y desgarbado, sus pupilas se perdían en esos espesos lentes que opacaban el encanto de unos ojos color azul aguamarina, que al observarlos detenidamente se podía uno transportar a los paraísos del caribe.

Estudiaba Literatura en la Universidad del Valle, y en pocos días cumpliría sus 18 años. Se la pasaba internado en la biblioteca del alma máter, devorando a Kafka, Chejov, Proust, Balzac, Shakespeare, entre otros, que por cierto eran los únicos amigos que lo acompañaban en esas soledades que padecen casi todos los adolescentes en esa etapa de sus vidas.

El reloj marcaba la una de la tarde y el estómago ya empezaba a protestar, Él abandonó los textos, entregó el fichero con el número para que le devolvieran su morral y al salir se destinó a buscar su almuerzo en una de las cafeterías del plantel que ofrecía diariamente un menú apetitoso por la módica suma de mil quinientos pesos.

Llegó un poco agitado con la esperanza de encontrar el lugar vacío, pero la desilusión lo acompañó en el instante en que pudo vislumbrar una extensa multitud de estudiantes, que parecían hormigas cuidando su colonia. el intrépido muchacho pensó en un momento buscar otro sitio pero su estómago y su bolsillo lo hicieron desistir, dándole la única opción de entregarse al tedio de esperar su turno.

El calor arropaba el recinto manifestándose en las gotitas de sudor que jugueteaban en las sienes de los jóvenes que resistían las altas temperaturas de estas ciudades del trópico, todos con sus camisetas empapadas desprendiendo un hedor a humores de plaza de mercado, que desembocaban en un desespero atónito.

Tomás en su afán de tomar los cubiertos dejó caer un tenedor al piso, lo que inmediatamente provocó un concierto de cucharas golpeando contra las mesas en un do mayor ensordecedor. El tímido joven se sentó en una mesa lejana para esquivar las miradas de sonrisas burlonas que le enseñaban los implacables jueces del lugar. Lo único que hizo fue engullir rápidamente el muslo y contramuslo de pollo, acompañado de una ensalada de papa, un tercio de arroz, dos tajadas de plátano y un vaso de aguapanela con limón. Un manjar que gracias a su apetito devoró en segundos como un festín de pirañas.

El reloj marcaba diez para las dos, hora de clase de Análisis de Estructura Narrativa con Antonio Becker, un profesor pedante que creía que todas las estudiantes se derretían por él, había que correr hasta el edificio de humanidades, porque a las dos en punto el tipejo aquel cerraba la puerta.

Tomás cogió su morral, y entre la llenura del almuerzo y la modorra del sofoco de la tarde, trató con mucho esfuerzo de acelerar el paso. Estaba apunto de llegar a su destino, cuando su intestino grueso le dio una señal de alarma que algo urgente estaba por suceder. En ese instante un sudor frío comenzó a empapar el rostro de Tomás, lo cual obligó de inmediato a cambiar su rumbo. Con la rapidez de una liebre, el pobre ser corría por los recovecos de la universidad buscando un lugar para desprenderse de sus culpas. Al fin encontró ese recinto mágico donde la gente se sienta a relajarse a leer un libro o una revista, mientras sus aparatos digestivos hacen el trabajo duro.

El desahuciado joven se sentó en el excusado y entre olores pestilentes citaba algunas frases de Quevedo que denotaban su complaciente estado de ánimo:
“¿No hay contento en esta vida que se pueda comparar al contento que es cagar?”, y cerró con broche de oro con otra que concluía de una manera muy oportuna: “No hay gusto más descansado que después de haber cagado”, expresándolas con una sonrisa en un rostro holgado de placer.

Tomás dirigió su mirada hacia el rollo de papel higiénico y se percató de que éste no existía.

El joven buscaba por entre los rincones para encontrar algunos trozos de papel cartón, lija, o cualquier cosa que le ayudara a borrar la prueba que lo involucraría en un crimen como una mancha de sangre a un asesino, así que sin mas remedio se levantó del sanitario, miró por encima de la puerta que cubría sus partes íntimas, y al observar que el lugar se encontraba desolado, tomó fuerza, abrió la puerta, dejó que el agua fluyera al mover el grifo del lavamanos mojando su mano derecha, mientras que con la izquierda sostenía el pantalón con sus interiores para evitar la caída.

Pedro, un joven robusto, de piercing en las cejas y tatuajes en los brazos, era considerado uno de los tipos más populares de la facultad de literatura, y no precisamente por sus conocimientos en la materia, sino porque vendía la mejor marihuana y al mejor precio. Pedro se dirigía al baño de hombres cuando al ingresar observa un espectáculo entre cómico y curioso, Tomás con los pantalones abajo, estaba introduciendo una de sus manos húmedas en ese oscuro paraje entre dos montañas conocidas como nalgas.

La estruendosa risa del joven de aspecto agresivo retumbó hasta los tuétanos en el débil cuerpo de Tomás; el cual cayó al suelo al tratar de incorporarse quedando como una cucaracha patas arriba en un hormiguero.

- ¡Mijo!, debería estar en clase en vez de estar haciendo cochinadas- expresó Pedro mientras lo agarraba de la camisa de manera tosca.

Pedro lo arrastró por todo el baño hasta sacarlo al corredor donde se encontraba un grupo de chicas con aspecto intelectual, estudiando para un parcial.

- ¡Ja, Ja, Jua, Jua! – fue lo único que se escuchó en ese pasillo, mientras a Tomás sólo le entraban unas enormes ganas de llorar.

Tomás sentía como la sangre hirviente recorría todo su cuerpo, y como un sudor denso y eterno brotaba de sus poros como llaves abiertas de mangueras que apagan un incendio. Sus gruesos anteojos rodaron por el suelo en el mismo instante que unos estudiantes entraban distraídos pisándolos sin piedad, en donde sólo se alcanzó a escuchar un ¡Crash! implacable.

Para el débil y escuálido muchacho, todo estaba perdido, su dignidad infrahumana recorría cada paso los extensos territorios del infierno. En sus oídos sólo se escuchaba las risas burlonas de los transeúntes que se entrelazaban con chistes de mal gusto.

-¡Me quiero morir! – pensaba Tomás dominado por la impotencia.

El joven inerme ante los comentarios de la gente, trató de evadir el bochornoso instante, tratando de ponerse de pie, al lograrlo, dio inicio a una maratónica carrera, pero a los cinco pasos volvió a caer al suelo.

- JA, JA, JUA JUA – alcanzaba a oír con más ímpetu al percatarse que el pantalón todavía se encontraba enrollado en sus rodillas.
- ¡Mijo, usted si sabe como es que se hace la voladora del pingüino! - Vociferaba Pedro concluyendo con una carcajada maquiavélica.



De repente una voz grave, se escuchó con fuerza.

- ¿Qué es lo que pasa aquí? – expresó un profesor que se había desplazado hasta el lugar guiado por las estruendosas carcajadas
- Nada profe, nada - respondió Pedro con la voz entrecortada.

Tomás reconoce la voz, era Becker el profesor al cual odiaba, pero que en esos momentos podría ser su salvador.

El docente al ver el estado de su estudiante humillado, lo toma de la mano, mientras Tomás se organiza el pantalón.

Los dos se van perdiendo lentamente tomados de la mano por los pasillos de la universidad, y en el momento que desaparecen Pedro deja salir uno de sus típicos comentarios.

- ¡Hacen bonita pareja! y tan varonil que se veía el profe atacando a las hembritas –
- JA, JA JUA JUA – fue lo único que se escuchó retumbando como un eco las instalaciones de la institución.

Tomás le explicó todo al maestro con pelos y señales, mientras que éste lo miraba con un aire de lástima.

Becker, después de una larga retahíla de consejos le explicó de qué se había tratado la clase de ese día y le encomendó un trabajo para que lo presentara lo más pronto posible.

El muchacho le agradeció el gesto y le prometió que a primera hora de la mañana siguiente tendría el trabajo en su escritorio. Se despidieron con un abrazo fraternal, dejando a un lado sus prejuicios y egos machistas para reencontrarse en un estado de paz interior que jamás habían sentido con tanta intensidad en sus años de existencia.

La promesa no fue cumplida, pero esta vez no por una historia escatológica, sino por la majestuosa soberanía de la depresión y el temor al escarnio público, que tentó a ese joven de ávidas lecturas a tomar la decisión más importante de su vida.

Quitársela.

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