21 mayo, 2006

El alfil


La imagen de esos ojos mirándome fijamente como queriéndome contar la manera y la razón del porqué lo mataron, fue el detonante de mis largas noches de insomnio, agobiado por presenciar un asesinato del cual no quiero acordarme.

Fue a eso de las diez de la mañana cuando el sol horneaba la ciudad y mi hermano me llamó para invitarme a un paseo de olla en pleno ocio dominical del cual no dudé en aceptar.

Recorrimos una carretera extensa y despejada, donde en cada semáforo aparecía como por arte de magia un pequeño de piel de ébano realizando actos circenses con una par de limones, mientras que otro aprovechaba para empañar el parabrisas de un agua putrefacta que destilaba un olor nauseabundo, como una premonición de que algo grave iba a ocurrir.

En pleno trayecto alcanzo a detectar el instante en que un taxista que salía de un motel chocaba con un vehículo particular del cual apareció un hombre armado, miro hacia atrás y me percato que se acercaba una patrulla de policía, al avanzar en el recorrido descubro una camioneta Chevrolet Blanca con unas piernas descubiertas en la parte posterior.

A mis cinco semestres de estar estudiando Comunicación Social y Periodismo, este acontecimiento me generaba una especie de sentimientos encontrados entre el interés originado por un morbo recalcitrante que poseemos la mayoría de los seres humanos y una desaprobación por las leyes éticas aprendidas en la academia.

De vuelta a casa, las autoridades, la fiscalía y algunos entrometidos que circundaban el lugar, merodeaban el territorio como aves de rapiña, así que mientras observaba el panorama yo le pedí a mi hermano que parara el vehículo. Al acercarme cautelosamente, alcanzo a escuchar las distintas versiones que las personas improvisaban con argumentos casi inverosímiles.

Al otro día tomé el desayuno a la vez que digería la noticia del asesinato en un diario amarillista de la ciudad. Todo parecía indicar que se trataba de un crimen pasional, así que cargué mi desvencijado morral con una pequeña libreta de apuntes y una grabadora de periodista con el objetivo de sacar mis propias conclusiones.

Mi párvulo rostro, expresaba una cierta desconfianza a las personas que abordaba para extraer algún indicio con el objetivo de corroborar las causas del homicidio. Así que a raíz de mi insistencia pude obtener algunos testimonios claves, sin embargo al llegar al apartamento escuché en la grabadora de mensajes telefónicos, una voz trémula y a la vez desafiante, que amenazaba con desaparecerme si continuaba con la investigación.

Al asomarme por el ventanal que daba a la calle, pude percatarme de una cuatro por cuatro negra polarizada parqueada en toda la entrada de la unidad. Del vehículo se bajó un negro corpulento con lentes oscuros y cara de matón, así que tomé lo indispensable y recorrí cada recoveco del inmueble hasta encontrar una alternativa para encauzar la escapatoria.

Después de bucear entre desperdicios fui a parar a un basurero ubicado en un callejón de la parte trasera del lugar donde residía, logré escabullirme por entre la multitud, para luego denunciar el hecho ante las autoridades.

El agente Evelio Fernández, capitán de la estación en donde relaté todo lo sucedido, me prometió protección. Ellos me llevaron a un hotel alejado de la contaminación de la urbe.

Yo, un simple periodista amateur, había desenmascarado toda una historia que los medios habían maquillado, descubrí que al hombre que habían matado no era por un crimen pasional como lo hicieron parecer, sino porque el occiso trató de sobornar a uno de los famosos capos de la región, conocido con el remoquete de “El alfil”, el hombre que disparó el arma contra la víctima acababa de salir de prisión, ( por una fianza que se pagó), considerado la mano derecha del temido criminal, el cual se hizo pasar como un marido celoso de una voluptuosa mujer que colocaron como señuelo para matar a su víctima . Tocan a la puerta. Es el agente Fernández acompañado de un hombre pulcro y bien parecido.
- Buenas Días joven, ¿Cómo amaneció?- preguntó el oficial de manera tajante.
- Muy Bien Gracias - contesté sin poner atención
- Le presento – indicaba Fernández
- Mucho gusto – le dije mientras le estrechaba la mano.
Mi corazón se aceleró a la vez que un sudor frío recorrió cada palmo de mi rostro.
­- Mucho gusto mi nombre es Sergio, pero mis amigos me llaman “El alfil”.



No hay comentarios.: