Vivir en una pensión o en un cupo estudiantil, como le llaman ahora, es una odisea. A raíz de mi interés por estudiar una maestría en la Universidad Nacional en Bogotá, dejé las comodidades de la casa en Cali para hospedarme en una habitación pequeña, que consta de un escritorio, una cama y un nochero. Dentro del paquete le ofrecen a uno la comida, televisión por cable, baños compartidos con agua caliente, línea telefónica y conexión a Internet y todo este kit parece realmente un regalo por la módica suma de cuatrocientos cincuenta mil pesos colombianos (unos ciento veinticinco mil pesos chilenos).
Las primeras semanas sirven para acostumbrarse, entonces, cada vez que sales a la hora del desayuno, te encuentras con un plato que contiene huevos revueltos, una arepa (tortilla a base de maíz para los que no me entiendan), o un pedazo de pan, una taza de chocolate o de café con leche, un vaso de jugo natural o en su defecto un pequeño recipiente con gelatina. Como ya les dije, al principio todo es novedoso pero ya llevo cuatro meses y es huevo todas las mañanas, hasta los fines de semana, ya pienso que me estoy “ahuevando”.
En la tarde, a la hora del almuerzo, la situación mejora un poco. Al menos el menú cambia: en él se incluye sopa, en el acompañamiento uno se puede encontrar con fríjoles, un pedazo de carne, papa salada y arroz. Lo cruel es que si no te gustó lo del almuerzo, pues mal, porque lo mismo se sirve en la cena. Como quien dice, acá si se aplica el famoso refrán: “al que no le gusta el caldo se le dan dos tazas.”
El internet es un desastroso caso aparte: no funciona, se cae a cada rato. La otra vez estuve sin el servicio por quince días y lo más tenaz es que tuve que pagar el mes siguiente como si nada.
Y luego está el agua en la ducha. En una ocasión casi no alcanzo a bañarme porque se fue precisamente cuando me estaba enjabonando. Y para rematar, en una fría mañana capitalina me tuve que duchar con agua helada.
Cuando pensé que ya estaba rebasada la copa, una noche después de llegar del trabajo me encuentro al dueño de la pensión dentro del cuarto desarmando la cama para cambiarla por otra, por el simple hecho que le faltaban algunas tablas.
Muchos se preguntarán qué hago en un lugar como éste si todo es una mierda. Pues la verdad lo que me tiene contento es el calor humano que se siente acá. Los demás inquilinos son muy respetuosos, muy cordiales y, ante todo, hospitalarios. Al menos hasta ahora no me he encontrado con un tipo tuerto, con cuchilla y con una cicatriz en la cara que me diga: “¡hermano bájese de ese portátil!”
Por lo menos tengo que agradecer algo: vivir en una pensión te da mucho tema para escribir.
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