Mis despertadores se
aglutinan. Por un lado es el pequeño halo de luz que se filtra por la cortina
de mi ventana, como el chico que se colea en la fila de la cafetería del colegio, y por el otro está
el ruido en la cocina. Sí, en mi casa mi
madre es la primera que se levanta, su obsesión aséptica la obliga a limpiar cada
recoveco de ese espacio culinario con vinagre. Cada que llega esa fragancia se dispara en mi memoria una
secuencia de imágenes de mi niñez, relacionando esa fragancia con una sensación
de amargura, porque me obligaron a ingerir esa bebida aceitosa, parar mitigar el incesante dolor de estómago.
Confieso que aunque surtía efecto, para mitigar el malestar, sembró en mí cierta repulsión.
En cada mañana mi misión consiste en preparar el jugo de
naranja. Así que el recinto queda impregnado de esa fragancia
cítrica que explota con cada
exprimida y que en ocasiones salpica a mi madre.
Sin embargo al avanzar el
día, el sopor se acrecienta y aquellos humores plácidos, a lociones dulces que
ella se aplica para salir a sus diligencias, a su llegada se transforman en un olor similar a las bolitas de neftalina que ubicamos en los armarios.
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