EL SILENCIO DE LOS CAUTIVOS
Ante mi insistencia por pedir lápiz y papel, me trajeron un esfero y un cuaderno. Escribir fue una de las maneras de soportar las extensas horas de cautiverio.
Inicialmente escribí cuentos cortos. En uno de los relatos un hombre termina asesinando a su esposa por leer El curioso caso del Dr Jekyll and Mr. Hyde. En otro, un platillo volador abduce a un campesino, a quien regresan a la Tierra con la misión de entregarle un mensaje al Papa. Pero el que más disfruté escribir fue el de un fantasma que se le aparecía a los actores en el rodaje de una película y es quien narra los pormenores de la filmación. Después me dediqué a consignar cada acción que se generaba por parte de mis captores en ese asfixiante ambiente. Desde el instante en que se levantaban, sus horarios de comidas, hasta sus espacios de ocio, que por cierto eran prolongados.
Al pasar los días la rutina me molestó. Escuchar sus risas estridentes, el chocar los dados contra el vidrio y estar atado a esas putas cadenas. Al menos la comida cambió, ahora me servían una colada que constaba de harina, agua y azúcar. Ya no tenía diarrea, lo que sí es que había bajado de peso en tiempo record. Hecho que nunca logré por mi propia voluntad.
Para llevarme al baño se turnaron. En una semana uno, a la siguiente el otro. Al que le llamaban “Carelija”, era un hombre de cabello lacio y oscuro, su contextura era gruesa, su cuerpo estaba lleno de tatuajes y su rostro estaba poblado de agujeros, al parecer por un corrosivo acné en su adolescencia. Él era el que más me intimidaba. Siempre amenazaba con matarme si intentaba escapar. Por eso nunca opuse resistencia demostrando obedecer a cualquier orden que me diera.
Esa noche los dos maleantes estaban pasados de tragos. Escuché insultos de parte y parte. Hice el acostumbrado ruido con las cadenas para indicarles que necesitaba ir al baño. “Carelija” me llevó. Caminaba tambaleándose de un lado a otro. Ya dentro del baño, escuché disparos. Esperé en silencio durante unos minutos. Al salir vi los cadáveres tirados en el suelo nadando en un charco de sangre. Salí de la casa, no tenía ni la menor idea en dónde estaba, me sumergí en la espesa vegetación de un bosque tenebroso. Del cielo se desató una lluvia de sangre. Quise protegerme bajo las ramas de un árbol, un rayo cayó sobre mi cuerpo, partiéndolo en dos.
Desperté empapado en sudor. Llevaba varios días sin bañarme y ya apestaba. Desde ese instante en mi cabeza se había inyectado una sola idea: Escapar.
Para amilanar los eternos instantes del cautiverio preferí rememorar momentos de mi vida, como cuando conocí a esa chica de cuarenta centímetros de estatura, brazos rechonchos y cortos al igual que sus piernas. Yo era uno de esos que en la cabeza almacenaba un sinnúmero de fantasías sexuales y el estar con una enana era uno de esos sueños incumplidos. Su nombre era María Victoria, más conocida en el medio universitario como “Vicky”. Me la presentó Juan, un compañero de clase quien estaba interesado en Melina, la mejor amiga de la diminuta joven. Las dos nos llevaban tres semestres de ventaja. El encuentro se dio en una de las mesas de la cafetería de la universidad. Estábamos los cuatro conversando de aspectos frívolos, pero mi interés apuntaba en hablar sólo con ella. Así que opté por pedirle el favor que me acompañara a tomar una gaseosa, a Vicky la idea le gustó, una vez hicimos la fila para comprar, la avasallé a preguntas. Qué si aquel docente era más jodido que el otro y que cómo era la metodología de fulanito y que si sutanito hacía pruebas orales o escritas. En fin, un cuestionario que no me importaba en lo absoluto, pero que sirvió como carnada para que al menos ella estuviera interesada en hablar conmigo. En una ocasión nuestros horarios coincidieron en uno de esos huecos que teníamos entre clase y clase. Optamos por volarnos para la Universidad del Valle. Allá armamos unos porros y nos acostamos en el césped. Vi como la enana se convertía de un momento a otro en una gigante y de repente retomaba su estado natural. Entre la traba sentí como una mano abollonada había desabrochado el ingreso a mi zona púbica, ese tacto sudoroso oteó mi miembro erecto. Fue sólo que lo acariciara un poco para que un líquido viscoso mojara las falanges de la joven. El fin de semana siguiente Vicky fue mi invitada de honor para un paseo en una finca a las afueras de la ciudad. Fue un sábado en la tarde cuando arribamos a una casa campestre acompañados de un modesto mercado, que nos duró hasta nuestra hora de regreso a la urbe. Esa noche jugamos cartas en una pequeña mesa ubicada en un pasillo. Para protegernos del frío nos pusimos chaquetas, guantes y gorros. Sin embargo fue el aguardiente lo que me mantuvo en pie hasta la hora de ir a dormir. Sólo fue incorporarme de la silla, para llegar al cuarto que nos tenían preparado, y sentí que la cabeza me dio vueltas, al ver la cama me tiré en ella y quedé profundo. A la mañana siguiente me levanté indispuesto por el dolor de cabeza y las náuseas que me ocasionó la exagerada ingesta de licor. En el trayecto de regreso a la ciudad tuve que doparme para poder aguantar el recorrido. Los somníferos no sólo generaron que el malestar por los tragos de la noche anterior desaparecieran, sino también los sonidos de las palabras de mi compañero quien no me volvió a hablar.
Otro de los recuerdos fue en mi época de la adolescencia en Cali. Nunca olvido la empatía que sentí con ese ser de ruana, termo de tinto para espantar el sueño, bicicleta y machete al cinto. Su nombre: Serafín, un hombre de baja estatura, cabello liso, color cobrizo en la piel y una chispa que caracterizaba su malicia indígena. Con él compartí mi gusto por contar y escuchar historias. Mientras yo le narraba las películas que veía en el cine, él me correspondía con sus anécdotas de espanto. Una noche me contó que en una madrugada que se encontraba de turno escuchó una voz aguda lamentarse a lo lejos. Insistió que se trataba de la mismísima Llorona, de quien le había hablado su abuelo cuando Serafín era apenas un niño. También me contó que en una ocasión se quedó dormido sentado en una pequeña butaca y sintió que le lanzaron varias piedras a su gorro de vigilante. Despertó y al no ver a nadie siguió durmiendo. Sólo fue cuestión de minutos y el ataque con las piedras se intensificó. Serafín se incorporó de la silla y desenvainó su machete de manera desafiante. De repente escuchó una risilla burlona proveniente de la copa de un árbol. Encendió la linterna y señaló hacia donde escuchaba el ruido. Se sorprendió al ver un ser de pequeñas proporciones, que ocultaba su rostro debajo de un inmenso sombrero. Me confesó que durante esa semana, no pudo conciliar el sueño. Pero nada como la historia en la que le dieron libre un jueves santo y se fue, junto con su pareja, a bailar a Juanchito. Esa noche la discoteca estaba a reventar. Serafín se había instalado en una mesa frente a la barra. Él observó como un hombre alto, de cabello corto y traje blanco se sentó frente al barman a conversar con él. Las muchachas más atractivas se le acercaron, lo abordaron, le ofrecieron licor y luego lo sacaron a bailar. De repente aquel simpático ser se transformó en una bestia con cachos en su cabeza y sus pies se convirtieron en cascos. Un olor a azufre penetrante se propagó por todo el lugar. Muchas de las personas que estaban ahí corrieron despavoridas. Serafín me contó que prefirió quedarse en su sitio junto a su acompañante para evitar un accidente. Él vio cómo la chica con quien bailaba ése, a quien todos catalogaron como el Diablo, terminó sin vida en plena pista con sus brazos achicharrados.